viernes, 24 de diciembre de 2010

Cosquilleo...

Me recorre un cosquilleo por todo el cuerpo mientras subo las escaleras hasta el último piso: los estudios.

Miro esas puertas blindadas que ahora tienen ventanilla y recuerdo, con una sonrisa, cuando solo eran puertas: la emoción de no saber quién entraría, cuando nos metíamos furtivamente sin pedir permiso, cuando entrábamos para mirar si estaba el chico que nos gustaba...

Sigo recorriendo el pasillo. Se oyen fragmentos de violines, clarinetes, y algún pianista con tediosas escalas, de arriba a abajo...

Mientras camino, me pongo a pensar en todas las horas que pasé aquí metida. Recuerdo cuando nos daban un estudio y rezabas porque fuera el bueno. Tenías el piano al que le faltaban varias teclas, el que tenía un do sostenido que cada vez que lo tocabas parecía que una manada de orcos venía a atacarte, el piano que escondía mensajes adolescentes de amor entre las teclas...

Pero esta vez, toca el estudio bueno. Al fondo de todo. Después de tantos años (más de los que me atrevería a confesar) voy a entrar.

Pongo la mano en la manilla, y me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Es miedo, temor, emoción y ganas, muchas ganas.

Entro, y ahí están: dos violines, una viola, un chelo, y yo, el piano.

Ellos están afinado. Totalmente absortos. Algunos con los ojos cerrados, otros mirando al vacío. Posando la yema de sus dedos en una cuerda, suavemente, pero con firmeza al mismo tiempo. Y si me fijo bien, puedo ver como cada vez que mueven el arco, el sonido se filtra por cada fibra de su ser.

Quiero empezar. Quiero sentir eso de nuevo. Me siento en el piano, lo abro con suavidad, y paso mis manos acariciando cada tecla. Mis dedos, oxidados, van tomando la forma de melodías y acordes olvidados.

Sonrío. ¡Cómo no voy a hacerlo! Soy una privilegiada por poder sentir estas cosas.

Abro mis partituras, tomamos posiciones, nos miramos, y empieza el deleite.

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