8 y media de la mañana de un día cualquiera de la semana.
Suena el timbre y cientos de chicos y sus flotantes hormonas inundan los pasillos del instituto con una energía casi sobrehumana.
Detrás, una servidora los sigue con ojos cansados y ojerosos, pero llena de curiosidad. Cada día me pregunto -y les pregunto- qué les habrán dado de desayunar, de dónde sacarán tanta energía.
Cruzo ese pasillo lleno de gritos, risas, abrazos, complicidades, odios y frustraciones, e intento recordarme a mí misma.
Muy diferentes.... o quizás no tanto.
Abro la puerta de mi aula, y por allí van desfilando los más variopintos personajes.
Esto no es "Física o Química" ni "Al salir de clase", pero cada día que pasa me confirma que la realidad puede superar muchas veces la ficción.
Entran, se sientan, y te miran con recelo. Intentan averiguar en milésimas de segundo si eres otro más que les defraudará, o si por el contrario, podrían confiar en ti. Yo les miro, y trato de averiguar qué se esconde tras esas miradas recelosas.
Poco a poco, comienzan a hablar y te das cuenta de que no están acostumbrados a hacerlo, o al menos a que se les escuche. Se encuentran en una especie de "limbo de edad": son demasiado jóvenes para ser tenidos en cuenta, pero demasiado mayores para que uno se pare a atenderlos y a escuchar sus problemas.
Y en esas pequeñas conversaciones, una puede sacar miles de cosas que ningún test es capaz de medir: oyes sus gustos, sus miedos, sus preocupaciones, sus quejas, sus angustias, sus temores, sus alegrías, sus penas...
Y en esos momentos, pienso que la figura del maestro no está del todo perdida. Que no somos meros ejecutores de un sistema educativo que no se adapta a ellos y que muchas veces los tiene en el olvido.
Y a una se le parte el corazón viendo cómo tiran la toalla tan pronto, escuchando cómo se sienten abandonados por sus familias o maestros... por todos esos referentes que se supone que deberían cuidarlos y atenderlos.
Son niños jugando a ser mayores. Y es muy hermoso ver cómo de vez en cuando se comportan como niños que son... y tremendamente doloroso ver cómo se vuelven -o les vuelven- mayores antes de tiempo.
Pero sin lugar a dudas, lo más reconfortante, es el agradecimiento que muestran simplemente por ser escuchados, por prestarles la atención que ellos merecen, y que tratan de devolver... a su manera.
Que no se pierda la figura del maestro, por favor.
En esos tiempos que corren, hace mucha falta.